Te imaginas la escena y sonríes. Es perfecta para convertirse en germen de un guión que acabe ganando algún Oscar. Tú, junto a otras decenas de hombres estudiantes de criminología en la sala, eres recibido por una señora de unos 50 años con aspecto de abuela entrañable. Pasas a la siguiente habitación y en ella te encuentras con una casa de muñeca que, te ordenan, tienes 90 minutos para examinar. “Me mandaron aquí porque me dijeron que sería una visita formativa”, protestas por dentro.
Al asomarte a la recreación empiezas a percibir el halo macabro del evento. La imagen mental de lo que debe ser una casita de juguete se rompe en tu interior al ver que el pelele de tela y porcelana es una prostituta descabezada y arrojada sobre el baño de una habitación a la que a lo largo de los años, notas, se le ha ido adhiriendo la misma sordidez que ha caracterizado a la vida de su huésped.
Hay más: te llama la atención una cosa, sólo una de cientos. Unas líneas dibujadas a tiza sobre la tabla de planchar en miniatura que hay en una esquina de la habitación. Marcan el precio que debió de tener el utensilio cuando lo compraron hace varios años. Observas el conjunto y el nivel de detalle de toda la estancia es tal que empiezas a marearte ante el rompecabezas que te toca resolver. Pero no hay espacio para quedarse pasmado. La extraña abuela del principio ya os había avisado: tenéis 90 minutos y no hay ni uno solo que perder.
Frances Glessner Lee, a la que hoy conocemos como “la madre de la ciencia forense”, no lo tuvo fácil para llegar a donde lo hizo. De no ser por una concatenación de circunstancias es probable que esta rama policial hubiese perdido uno de sus hitos pedagógicos más valiosos y, desde luego, curiosos que hayamos conocido.
Lee, nacida en Chicago en 1878, fue la hija de John Jacob Glessner, propietario de la exitosa compañía International Harvester. Motivada por las lecturas de infancia y adolescencia de Sherlock Holmes, ansiaba dedicarse al apasionante mundo de la investigación de homicidios. A finales del XIX lo propio de las damas de sociedad no era meterse en Harvard para después dedicarse a resolver crímenes, sino casarse y formar familia. Le obligaron a esto a sus 20 años.
Se divorció y esperó a que murieran su padre y hermano para heredar la fortuna de la familia y poder tomar por fin sus propias decisiones. En todo ese tiempo sus inquietudes nunca se apagaron. Estudió criminología en Boston, donó parte de su herencia a Harvard para abrir allí un novísimo departamento de medicina legal y se puso a trabajar. A sus 52 años.
A lo largo de su vida Lee fundó la Facultad de Medicina Legal en Harvard y sirvió como defensora de la racionalización absoluta en la investigación policial, entre otras muchas cosas, pero el gran trabajo de su vida fue otro: sus Estudios acotados de muertes inexplicables, una serie de 19 dioramas o pequeñas casas de muñeca en miniatura que representaban escenarios de crímenes complejos que serían analizados por los futuros alumnos de Criminología o de Investigación Forense.
Como mujer de la alta sociedad, Lee se valió de su dinero y sus dotes sociales para abrirse paso en el mundo de los hombres y convencer a estos de que participasen de su propuesta. El seminario de las casitas por el día, fiestas opulentas en el Ritz Carlton por la noche.
Si algo destacan todas las biografías de Lee es su pasión enfermiza por el detalle. Los pasajes sobre sus trabajos son una colección interminable de nombres y adjetivos. Las latas de comida de los armarios, los espejos empañados, las patatas a medio pelar, los ceniceros a rebosar, las camas deshechas, las llaves del horno abiertas, los trozos de madera debajo de las uñas, las manchas violáceas observables en la cara del sujeto.
Los patios traseros y escaleras de incendios ocultos a la vista de los investigadores y que la señora Lee ordenaba a carpinteros especializados sólo para que ningún elemento de la estancia imaginada en su mente escapase a su control. Una única cosa se le escapó: no es posible distinguir el rigor mortis en una muñeca.
Por todo esto sólo Lee puede saber cuántos meses o años pudo dedicarle a cada una de las joyas de su tétrica colección, que costaron a raíz de 3.000 o 4.000 dólares de los de entonces por pieza y que llevaban tanto trabajo como cariño: todos los elementos textiles que vemos en los dioramas los confeccionaba ella misma.
Los Estudios acotados no sólo son una herramienta pedagógica, sino también una propuesta teórica sobre la vertiente tangible, material que rodea a la realidad de la muerte humana. Como si cada objeto, cada manta deshilachada y cada fotografía de la portada del periódico que tiene a sus pies la figura de un hombre asesinado, pasase a formar parte también de la misma concatenación de hechos que le ha llevado a la muerte. Pura teoría del caos aplicada a la arquitectura forense.
Como hemos sabido después, las casitas llegaban a ser tan alambicadas que muchos estudiantes no es que no diesen con la solución adecuada de cómo se había producido el hipotético crimen, sino que directamente se quedaban sin capacidad de dar una sola respuesta.
De los 18 dioramas que realizó la señora Lee sólo conocemos la respuesta de 13 de ellos. Nadie ha sabido a lo largo de los años resolver cinco de estas simulaciones que se siguen considerando como algunas de las escenas de homicidios más arduas de la historia. Su creadora se llevó el secreto de esas cinco habitaciones a la tumba: asentía si el participante planteaba la solución correcta, pero nunca daba motu propio la solución a los casos.
El escritor Erle Stanley Gardner, creador del personaje Perry Mason y que ha dedicado muchas de sus novelas a la investigadora que tanto imbuyó a sus historias, dijo: “la persona que examina estos modelos puede aprender más sobre las pruebas circunstanciales en una hora de lo que aprendería estudiándolas en abstracto durante meses”.
Además de sus biografías y el Departamento de la Organización Nacional de Fomento de la Ciencia Forense que recibe su nombre en honor a ella, la doctora ha sido venerada y recordada en el tributo a su trabajo en la serie CSI y en Se ha escrito un crimen, cuyo personaje principal, Jessica Fletcher, es una inspiración directa de Lee.
Los Estudios acotados le rompieron los esquemas mentales a multitud de alumnos de criminología de las promociones transcurridas entre 1936 y 1945. En 1966, Harvard cerró el departamento, pero los dioramas, al enviarse a la Oficina Medicinal Forense de Maryland, siguen utilizándose para seminarios forenses de jóvenes universitarios. Con nuevos alumnos y, ahora sí, alumnas, que seguirán maravillándose de lo mucho que pueden aprender sobre su oscura profesión jugando a las casitas.
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